Detrás del Fallo
jueves, 8 de septiembre de 2016
lunes, 5 de septiembre de 2016
¿Qué es Detrás del Fallo?
Detrás del Fallo es un proyecto colectivo. Nace de un deseo personal pero espera ser tomado y apropiado por el que lo lea y se sienta interpelado para aplicarlo a su propia experiencia.
Para poder profundizar alguna de estas ideas te invito a leer el capítulo 9 de "La vida de los hombres infames" de Michel Foucault al que podes acceder desde este mismo blog.
DDF es un vehículo de expresión de narrativas populares deglutidas por la maquinaria jurídica y mediática. Pretendo instar a volver a escribir desde una perspectiva generacional para confrontar con el discurso dominante.
En este blog podrás encontrar:
- el análisis de fallos con el afán de reconectarlos con su lado humano
- una crítica sobre el contexto en que se dieron para relocalizarlos y situarlos
- un seguimiento "detrás del fallo" indagando aquellas voces que ya fueron interpretadas por el poder jurídico (buscando a víctimas, victimarios y otros partícipes directos o indirectos de la trama para que encuentren un lugar de expresión participativa democrática que no los interprete, ni los silencie, ni los conduzca)
Michel Foucault (La vida de los hombres infames)
Capítulo 9
La vida de los hombres infames
Este
no es un libro de historia. En esta selección es inútil buscar otra norma que
no sea mi propio goce, mi placer, una emoción, la risa, la sorpresa, un
particular escalofrío, o algún otro sentimiento que resulta ahora difícil de
calibrar puesto que ya ha pasado el momento en el que descubrí estos textos.
Estamos
más bien ante una antología de vidas. Existencias contadas en pocas líneas o en
pocas páginas, desgracias y aventuras infinitas recogidas en un puñado de
palabras. Vidas breves, encontradas al azar en libros y documentos. Exempla
que, en contraposición a los que los eruditos recogían en el decurso de sus
lecturas, son espejos que inclinan menos a servir de lecciones de meditación
que a producir efectos breves cuya fuerza se acaba casi al instante. El término
de "avisos" podría servir muy bien para designarlos en razón de la
doble referencia que ese término encierra: brevedad en la narración y realidad
de los sucesos consignados; y es que es tal la concentración de cosas dichas
contenidas en estos textos que no se sabe si la intensidad que los atraviesa se
debe más al carácter centelleante de las palabras o a la violencia de los
hechos que bullen en ellos. Vidas singulares convertidas, por oscuros azares,
en extraños poemas; tal es lo que he pretendido reunir en este herbolario.
La
idea surgió un día, estoy casi seguro de ello, cuando leía en la Biblioteca
Nacional un registro de ingresos redactado en los comienzos del siglo XVIII.
Creo recordar incluso que la idea surgió de la lectura de las dos noticias
siguientes:
Mathurin Milán, ingresó en el
Hospital de Charenton el 31 de agosto de 1707: "Su locura consistió
siempre en ocultarse de su familia, en llevar una vida oscura en el campo,
tener pleitos, prestar con usura y a fondo perdido, en pasear su pobre mente
por rutas desconocidas, y en creerse capaz de ocupar los mejores empleos".
Jean Antoine Touzard ingresó en el
castillo de Bicétre el 21 de abril de 1701: "Apóstata recoleto, sedicioso,
capaz de los mayores crímenes, sodomita y ateo hasta la saciedad; es un
verdadero monstruo de abominación que es preferible que reviente a que quede
libre"
Me
costaría trabajo expresar con exactitud lo que sentí cuando leí estos
fragmentos y muchos otros semejantes. Se trata sin duda de una de esas
impresiones de las que se dice que son "físicas", como si pudiesen
existir sensaciones de otro tipo. Y
confieso que estos "avisos" que resucitaban de repente, tras dos
siglos y medio de silencio, han conmovido en mi interior más fibras que lo que
comúnmente se conoce como literatura, sin que pueda aún hoy afirmar si me
emocionó más la belleza de ese estilo clásico bordado en pocas frases en torno
de personajes sin duda miserables, o los excesos, la mezcla de sombría
obstinación y la perversidad de esas vidas en las que se siente, bajo palabras
lisas como cantos rodados, la derrota y el encarnizamiento.
Hace
mucho tiempo que me he servido de documentos de este tipo en uno de mis libros.
Si lo hice así entonces se debe sin duda a esa vibración que me conmueve
todavía hoy cuando me vuelvo a encontrar con esas vidas íntimas convertidas en
brasas muertas en las pocas frases que las aniquilaron. Mi sueño habría sido
restituirlas en su intensidad analizándolas. Carente del talento necesario para
hacerlo me he contentado con darles vueltas; me he atenido a los textos en su
aridez; he buscado cuál era su razón de ser, a qué instituciones o a qué
práctica política se referían; intenté saber por qué había sido de pronto tan
importante en una sociedad como la nuestra que estas existencias fuesen
"apagadas" (del mismo modo que se ahoga un grito, se apaga un fuego o
se acaba con un animal); vidas como las de un monje escandaloso o un usurero
fantasioso e inconsecuente; intenté buscar la razón por la que se quiso impedir
con tanto celo que las pobres mentes vagasen por rutas sin nombre. Sin embargo
las primeras intensidades sentidas que me habían motivado permanecían al
margen. Y puesto que existía el riesgo de que se perdiesen, de que mi discurso
fuese incapaz de estar a la altura que tales sensaciones exigían, me pareció
que lo mejor era mantenerlas en la forma misma en la que me impresionaron.
De
aquí procede la idea de esta antología realizada un poco para la ocasión. La
galería ha sido compuesta sin prisa y sin un objeto claramente definido.
Durante mucho tiempo pensé presentar estos textos siguiendo un orden
sistemático y acompañándolos de cortas y rudimentarias explicaciones, de tal
forma que pudiesen expresar un mínimo de sentido histórico. He renunciado a
ello por la razón que explicaré más adelante. Decidí pues reunir simplemente un
determinado número de textos en razón de la intensidad que a mi juicio poseen;
los he acompañado de algunos preliminares y los he distribuido de modo que
preserven -de la forma menos mala posible- el efecto de cada uno de ellos. Mi
incapacidad me ha forzado al frugal lirismo de la cita.
Este
libro, mucho menos aún que los otros, no hará las delicias de los
historiadores. ¿Libro de humor y puramente subjetivo? Yo diría más bien -lo que
viene a ser lo mismo- que es un libro de convención y de juego, el libro de una
pequeña manía que construyó su propio sistema. A mi juicio el poema del usurero
fantástico o el del recoleto sodomita me han servido, desde el principio al
fin, de modelo. Para poder sintonizar con esas existencias fulgurantes, con
esos poemas-vida, me impuse las sencillas reglas siguientes:
-que
se tratase de personajes que hubiesen existido realmente;
-que
sus existencias hubiesen sido a la vez oscuras e infortunadas;
-que
esas existencias fuesen contadas en pocas páginas o, mejor, en pocas frases, de
la forma más sucinta;
-que
esos relatos no contuviesen simplemente extrañas o patéticas anécdotas, sino
que, de una forma o de otra -puesto que se trataba de demandas, denuncias,
órdenes o informes- formasen parte realmente de la minúscula historia de esas
vidas, de su infortunio, de su rabia o de su incierta locura;
-y,
en fin, que del choque producido entre esos relatos y esas vidas, surgiese para
nosotros todavía hoy un extraño efecto mezcla de belleza y de espanto.
Estas
reglas pueden parecer arbitrarias, por eso conviene que me detenga un poco en
ellas.
He
querido que se tratase de existencias reales, que se les pudiesen asignar un
lugar y una fecha, que detrás de esos nombres que ya no dicen nada, más allá de
esas palabras rápidas que en la mayoría de los casos muy bien podrían ser
falsas, engañosas, injustas, ultrajantes, hayan existido hombres que vivieron y
murieron, sufrimientos, maldades, envidias, vociferaciones. He suprimido pues
todo aquello que pudiera resultar producto de la imaginación o de la
literatura. Ninguno de los héroes negros que los literatos han podido inventar
me ha parecido tan intenso como esos fabricantes de zuecos, esos soldados
desertores, esos vendedores ambulantes, grabadores, monjes vagabundos, todos
ellos enfebrecidos, escandalosos e infames por el hecho sin duda de que sabemos
que han existido. He excluido todos los textos que pudiesen ser memorias,
recuerdos, descripciones de conjunto, en fin, todos aquellos que daban buena
cuenta de la realidad pero manteniendo en relación con ella la distancia de la
mirada, de la memoria, de la curiosidad o del divertimento. He decidido que
estos textos tuviesen siempre una relación o mejor la mayor relación posible
con la realidad: no solamente que se refieran a ella, sino que la produzcan,
que sean una pieza de la dramaturgia de lo real, que constituyan el instrumento
de la venganza, el arma del rencor, un episodio de una batalla, el gesto de la
desesperanza o de la envidia, una súplica o una orden. No he pretendido reunir
textos que fuesen más fieles a la realidad que otros o que mereciesen ser
seleccionados por su valor representativo, sino textos que han jugado un papel
en esa vida real de la que hablan y que, en contrapartida, se encuentran,
aunque se expresen de forma inexacta, enfática o hipócrita, atravesados por
ella: fragmentos de discursos que arrastran fragmentos de una realidad de la
que forman parte. No se trata de una recopilación de retratos; lo que
encontrarán aquí son trampas, armas, gritos, gestos, actitudes, engaños,
intrigas en las que las palabras han sido sus vehículos. En esas cortas frases
se "han jugado" vidas reales; con ello no quiero decir que esas vidas
estén en ellas representadas, sino que en cierta medida al menos esas palabras
decidieron sobre su libertad, su desgracia, con frecuencia sobre su muerte y en
todo caso su destino. Estos discursos han atravesado realmente determinadas
vidas, ya que existencias humanas se jugaron y se perdieron en ellos.
He
querido que estos personajes fuesen ellos mismos oscuros, que no estuviesen
destinados a ningún tipo de gloria, que no estuviesen dotados de ninguna de
esas grandezas instituidas y valoradas -nacimiento, fortuna, santidad, heroísmo
o genialidad-, que perteneciesen a esos millones de existencias destinadas a no
dejar rastro, que en sus desgracias, en sus pasiones, en sus amores y en sus
odios hubiese un tono gris y ordinario frente a lo que generalmente se
considera digno de ser narrado, que, en consecuencia, estas vidas hayan estado
animadas por la violencia, la energía y el exceso en la maldad, la villanía, la
bajeza, la obstinación y la desventura, cualidades todas que les proporcionaban
a los ojos de sus conocidos, y en contraste mismo con su mediocridad, una
especie de grandeza escalofriante o deplorable. Me embarqué pues a la búsqueda
de esta especie de partículas dotadas de una energía tanto más grande cuanto
más pequeñas y difíciles eran de discernir.
Para que algo de esas vidas llegue
hasta nosotros fue preciso por tanto que un haz de luz, durante al menos un
instante, se posase sobre ellas, una luz que les venía de fuera: lo que las
arrancó de la noche en la que habrían podido, y quizá debido, permanecer, fue
su encuentro con el poder; sin este choque ninguna palabra sin duda habría
permanecido para recordarnos su fugaz trayectoria. El poder que ha acechado
estas vidas, que las ha perseguido, que ha prestado atención, aunque sólo fuese
por un instante, a sus lamentos y a sus pequeños estrépitos y que las marcó con
un zarpazo, ese poder fue quien provocó las propias palabras que de ellas nos
quedan, bien porque alguien se dirigió a él para denunciar, quejarse, solicitar
o suplicar, bien porque el poder mismo hubiese decidido intervenir para juzgar
y decidir sobre su suerte con breves frases. Todas estas vidas que estaban
destinadas a transcurrir al margen de cualquier discurso y a desaparecer sin
que jamás fuesen mencionadas han dejado trazos -breves, incisivos y con frecuencia
enigmáticos- gracias a su instantáneo trato con el poder, de forma que resulta
ya imposible reconstruirlas tal y como pudieron ser "en estado
libre". Únicamente podemos llegar a ellas a través de las declaraciones,
las parcialidades tácticas, las mentiras impuestas que suponen los juegos del
poder y las relaciones de poder.
Alguien
me dirá: he aquí de nuevo otra vez la incapacidad para franquear la frontera,
para pasar del otro lado, para escuchar y hacer escuchar el lenguaje que viene
de otra parte o de abajo; siempre la misma opción de contemplar la cara
iluminada del poder, lo que dice o lo que hace decir. ¿Por qué no ir a escuchar
esas vidas allí donde están, allí donde hablan por sí mismas? Pero, podríamos
preguntarnos en primer lugar si nos quedaría algo de lo que ellas han sido, en
su violencia o en su desgracia singular, si en un momento dado no se hubiesen
cruzado con el poder y despertado sus fuerzas. ¿No constituye uno de los rasgos fundamentales de nuestra sociedad el
hecho de que el destino adquiera la forma de la relación con el poder, de la
lucha con o contra él? El punto más intenso de estas vidas, aquel en que se
concentra su energía, radica precisamente allí donde colisionan con el poder,
luchan con él, intentan reutilizar sus fuerzas o escapar a sus trampas. Las
breves y estridentes palabras que van y vienen entre el poder y esas
existencias insustanciales constituyen para éstas el único momento que les fue
concedido; es ese instante lo que les ha proporcionado el pequeño brillo que
les permitió atravesar el tiempo y situarse ante nosotros como un breve
relámpago.
He
pretendido en suma reunir algunos rudimentos para una leyenda de los hombres
oscuros, a partir de los discursos en los que, en la desgracia o en el
resentimiento, ellos entran en relación con el poder.
Hablo
de "leyenda", porque aquí se produce como en todas las leyendas un
cierto equívoco entre lo ficticio y lo real, aunque en este caso las razones se
invierten. Lo legendario, cualquiera que sea su núcleo de realidad, no es nada
más, en último término, que la suma de lo que se dice. Es algo indiferente a la
existencia o inexistencia de aquel a quien transmite la gloria. Si el héroe
existió la leyenda lo recubre con tantos prodigios, lo enriquece de tantos
atributos imposibles que es, o casi es, como si no hubiese vivido. Y si es
puramente imaginario la leyenda transmite acerca de él tantos relatos
insistentes que adquiere el espesor histórico propio de alguien que hubiese
existido. En los textos que siguen la existencia de estos hombres y de estas
mujeres se reduce exactamente a lo que de ellos se dice; nada sabemos acerca de
lo que fueron o de lo que hicieron, salvo lo que vehiculan estas frases. En
este caso es la escasez, y no la prolijidad, lo que hace que se entremezclen la
ficción y lo real. Al no haber sido nadie en la historia, al no haber
intervenido en los acontecimientos o no haber desempeñado ningún papel
apreciable en la vida de las personas importantes, al no haber dejado ningún
indicio que pueda conducir hasta ellos únicamente tienen y tendrán existencia
al abrigo precario de esas palabras. Y gracias a los textos que hablan de ellos
llegan hasta nosotros sin poseer más índices de realidad que los que trazan la
Leyenda dorada o una novela de aventuras. Esta
pura existencia verbal, que hace de estos desgraciados o de estos facinerosos
seres casi ficticios, la deben precisamente a su prácticamente completa
desaparición, a esa gracia o desgracia que ha hecho sobrevivir, al azar de
documentos reencontrados, algunas raras palabras que hablan de ellos o que
ellos mismos llegaron a pronunciar. Leyenda negra, pero sobre todo leyenda
escueta, reducida a lo que fue dicho hace tiempo y que innumerables peripecias
han conservado para nosotros.
Otro
rasgo de esta leyenda negra consiste precisamente en eso, en que, a diferencia
de la leyenda dorada, no ha sido transmitida por lo que se considera una
necesidad profunda, siguiendo un proceso continuo. Es una leyenda por
naturaleza sin tradición, que sólo puede llegar hasta nosotros a través de
rupturas, borrones, olvidos, entrecruzamientos, reapariciones. El azar la guía
desde el principio. Ha sido preciso ante todo que una constelación de
circunstancias se diesen cita, contra toda esperanza, sobre el individuo más
oscuro, sobre su vida mediocre, sus defectos en último término bastante
corrientes, para que la mirada del poder cayese sobre él junto con el estallido
de su cólera. Ha sido el azar quien ha hecho que la vigilancia de los
responsables o de las instituciones, destinadas sin duda a borrar todo
desorden, prefiriesen a un sujeto en vez de a otro, a ese monje escandaloso, a
esa mujer golpeada, a ese borracho inveterado y furioso, a ese comerciante que
no cesa de querellarse, en lugar de a tantos otros que a su lado no han
producido menos alborotos. Y después ha sido preciso que entre tantos
documentos perdidos y dispersados sea éste, en lugar de aquél, quien haya
llegado hasta nosotros, quien haya sido reencontrado y leído, de tal suerte que
entre esas gentes sin importancia y nosotros, que no tenemos más importancia
que ellas, no existe ninguna relación de necesidad. No había ninguna
posibilidad de que estos individuos, con su vida y sus desgracias, surgiesen de
la sombra en lugar de tantos otros que permanecen en ella.
Podemos regocijarnos como si se
tratara de una venganza por la suerte que permite que estas gentes
absolutamente sin gloria surjan en medio de tantos muertos, gesticulen aún,
manifiesten permanentemente su rabia, su aflicción o su invencible
empecinamiento en vagar sin cesar, lo que posiblemente compensa la mala suerte
que había hecho concentrarse en ellas, a pesar de su modestia y su anonimato,
el rayo del poder. Vidas que son como si no hubiesen existido, vidas que
sobreviven gracias a la colisión con el poder que no ha querido aniquilarlas o
al menos borrarlas de un plumazo, vidas que retornan por múltiples meandros
azarosos: tales son las infamias de las que yo he querido reunir aquí algunos
restos. Existe una falsa infamia de la que se benefician
hombres que causan espanto o escándalo como Gilíes de Rais, Guilleri o
Cartouche, Sade y Lacenaire. Aparentemente infames a causa de los recuerdos
abominables que han dejado, de las maldades que se les atribuyen, del
respetuoso terror que han inspirado; son ellos los hombres de leyenda gloriosa
pese a que las razones de su fama se contrapongan a las que hicieron o deberían
hacer la grandeza de los hombres. Su infamia no es sino una modalidad de la
universal fama. Pero el apóstata recoleto, las pobres almas perdidas por caminos
ignotos, todos ellos son infames de pleno derecho, ya que existen gracias
exclusivamente a la concisas y terribles palabras que estaban destinadas a
convertirlos para siempre en seres indignos de la memoria de los hombres. El
azar ha querido que fuesen esas palabras, únicamente esas lacónicas palabras,
las que permaneciesen. Su retorno ahora a lo real se hace en la forma misma en
la que se les había expulsado del mundo. Es inútil buscar en ellos otros
rostros o sospechar otra grandeza; ellos son algo solamente a través de aquello
mediante lo cual se les quiso destruir: ni más ni menos. Tal es la infamia
estricta, la que, por no estar mezclada ni con el escándalo ambiguo ni con una
sorda admiración, no se compone de ningún tipo de gloria.
Me
doy perfecta cuenta de que los textos escogidos implican una selección
mezquina, reducida y un poco monótona, si la comparamos con el gran registro de
la historia universal de la infamia que reuniría un poco las huellas de todas
partes y de todos los tiempos. Son documentos que datan más o menos del mismo
intervalo de años, es decir, entre 1660 y 1760, y que proceden de la misma
fuente: archivos de encierro, archivos policiales, órdenes reales y lettres de
cachet. Imaginemos que se trata de un primer volumen y que la Vida de los
hombres infames podrá ampliarse a otros tiempos y a otros lugares.
He
elegido este período y este tipo de textos en razón de una vieja familiaridad.
Pero si el placer que me proporcionan desde hace años aún no se ha desvanecido,
y si vuelvo hoy sobre ellos una vez más, es porque sospecho que marcan el
comienzo, en todo caso un acontecimiento importante, en el que se entrecruzaron
mecanismos políticos y efectos de discurso.
Estos
textos de los siglos XVII y XVIII poseen (sobre todo si los comparamos con la
simpleza administrativa y policial que predominó después) una luminosidad
fulgurante, revelan en los contornos del lenguaje un esplendor, una violencia
que desmiente, al menos a nuestros ojos, la pequeñez del caso y la mezquindad
bastante vergonzosa de las intenciones. Las más lamentables vidas son descritas
aquí con las implicaciones o el énfasis que parecen convenir a las vidas más
trágicas. Se trata sin duda de un efecto cómico, ya que resulta algo ridículo
apelar a todo el poder de las palabras y a través de ellas a la soberanía del
cielo y de la tierra cuando se trata de desórdenes insignificantes o de
desgracias tan comunes: "Postrado por el peso del más insoportable dolor,
Duchesne, de profesión empleado, osa con humilde y respetuosa confianza ponerse
a los pies de Vuestra Majestad para implorar su justicia contra la más malvada
de todas las mujeres (...) ¿Qué esperanza puede aún poseer el infortunado que,
reducido a la última expresión, recurre hoy a Vuestra Majestad tras haber
agotado todas las vías de dulzura, de amonestaciones y de contemplaciones para
hacer volver al cumplimiento de sus deberes a una mujer desposeída del más
mínimo sentimiento de religión, de honor, de probidad e incluso de humanidad?
Tal es, Señor, el estado de postración de este desgraciado que se atreve a
hacer oír su lastimosa voz en los oídos de Vuestra Majestad". O también el
caso de esa nodriza abandonada que solicita la detención de su marido en nombre
de sus cuatro hijos "que posiblemente sólo pueden esperar de su padre un
terrible ejemplo de los efectos del desorden. Su Justicia, Monseñor, les
ahorrará una tan deshonrosa instrucción, y a mí y a mi familia el oprobio y la
infamia, y colocará a un mal ciudadano en situación de no hacer daño a la
sociedad". Posiblemente estas palabras harán sonreír, pero conviene no
olvidar que a esta grandilocuencia, que no es grandilocuente más que por la
pequeñez de las cosas a las que se aplica, el poder responde con sus propios
términos que tampoco nos parecen muy mesurados, con la diferencia sin embargo
de que en sus palabras se vehicula la potencia de sus decisiones; y su
solemnidad puede justificarse no tanto por la importancia de lo que castiga
cuanto por el rigor del castigo que impone. Si se encierra a una hechicera se
debe a que "existen pocos crímenes que ella no haya cometido y ninguno que
no pueda cometer. Así pues es ley de caridad y de justicia liberar para siempre
al público de una mujer tan peligrosa que roba, engaña y escandaliza
impunemente después de tantos años". O el caso que se refiere a un joven
alocado, mal hijo y libertino: "Es un monstruo de libertinaje e impiedad
(...) Posee el hábito de todos los vicios: timador, indócil, impetuoso,
violento, capaz de atentar contra la vida de su padre deliberadamente... y además
anda en compañía de las mujeres de la más degradante prostitución. Todas las
reconvenciones que se le hacen sobre sus malos pasos y sus desórdenes no causan
ninguna impresión en su corazón, pues se limita a responder con una perversa
sonrisa que deja traslucir su cerrazón y suscita la convicción de su
incurabilidad". La menor extravagancia se convierte en algo abominable, al
menos en el discurso de la invectiva y de lo execrable. Estas mujeres inmorales
y estos jóvenes furiosos no palidecen al lado de Nerón o de Rodogune. El
discurso del poder en la época clásica, al igual que el discurso que se dirige
a él, engendra monstruos. ¿A qué se debe este teatro tan enfático de lo
cotidiano?
La
incardinación del poder en la vida cotidiana había sido organizada en gran
medida por el cristianismo en torno de la confesión: obligación de traducir al
hilo del lenguaje el mundo minúsculo de todos los días, las faltas banales, las
debilidades incluso imperceptibles e incluso las turbaciones de pensamientos,
intenciones y deseos; ritual de confesión en el que aquel que habla es al mismo
tiempo aquel del que se habla; oscurecimiento de lo que se dice en su enunciado
mismo, pero anulación también de la propia confesión, que debe permanecer en
secreto y no dejar detrás de ella otros signos que no sean las trazas del
arrepentimiento y las obras de penitencia. El Occidente cristiano ha inventado
esta sorprendente coacción que ha impuesto a todos y cada uno la obligación de
decirlo todo para borrarlo todo, de formular hasta las menores faltas en un
murmullo ininterrumpido, encarnizado y exhaustivo, al que nada debe escapar
pero que, al mismo tiempo, no debe sobrevivir ni un instante. Centenas de
millones de hombres durante siglos han debido confesar el mal en primera
persona, en un susurro obligatorio y fugitivo.
A
partir de un momento, que puede situarse a finales del siglo XVII, sin embargo,
este mecanismo se ha encontrado enmarcado y desbordado por otro cuyo
funcionamiento era muy diferente. Gestión ahora administrativa y no ya
religiosa; mecanismo de archivo y no ya de perdón. El objetivo buscado era, no
obstante, el mismo, al menos en parte: verbalización de lo cotidiano, viaje por
el universo ínfimo de las irregularidades y de los desórdenes sin importancia.
La confesión no juega ahora sin embargo el papel eminente que el cristianismo
le había conferido. Se utilizan de forma sistemática para esta nueva
cuadriculación procedimientos antiguos hasta entonces muy locales: la denuncia,
la querella, la encuesta, el informe, la delación, el interrogatorio. Y todo lo
que se dice se registra por escrito, se acumula, constituye historiales y
archivos. La voz única, instantánea y
sin huellas de la confesión penitencial que borraba el mal borrándose a sí
misma es sustituida, a partir de entonces, por múltiples voces que se organizan
en una enorme masa documental y se constituyen así, a través del tiempo, en la
memoria que crece sin cesar acerca de todos los males del mundo. El mal
minúsculo de la miseria y de la falta ya no es reenviado al cielo por la
confidencia apenas audible de la confesión sino que se acumula en la tierra
bajo la forma de trazos escritos. Se establece así otro tipo muy diferente de
relaciones entre el poder, el discurso y lo cotidiano, una manera muy diferente
de regir este último y de formularlo. Nace una nueva puesta en escena de la
vida diaria.
Conocemos
su primeros instrumentos todavía arcaicos aunque ya complejos: las instancias,
las lettres de cachet o las órdenes reales, los diversos tipos de reclusión,
los informes y las decisiones policiales. No me detendré más en cosas ya
sabidas, sino únicamente en determinados aspectos que pueden dar cuenta de la
extraña intensidad y de esa especie de belleza que revisten a veces esas
imágenes apresuradas en las que unos pobres hombres adoptan, para nosotros que
los percibimos de tan lejos, el rostro de la infamia. Las lettres de cachet, el
internamiento, la presencia generalizada de la policía, todo esto no evoca con
frecuencia más que el despotismo de un monarca absoluto, pero conviene tener en
cuenta que esta "arbitrariedad" era una especie de servicio público.
Las "órdenes del Rey" no se abalanzaban de improviso, de arriba
abajo, como si se tratase de los signos de la cólera del monarca más que en
contados casos. La mayor parte de las veces estas órdenes eran solicitadas
contra alguien por sus allegados, su padre y su madre, uno de sus parientes, su
familia, sus hijos o hijas, sus vecinos, y a veces por el cura de la parroquia
o algún notable local. Se mendigaban estas órdenes como si se tratase de hacer
frente a algún gran crimen que debía merecer la cólera del soberano, cuando
sólo se trataba de alguna oscura historia de familia: esposos engañados o golpeados,
fortunas dilapidadas, conflictos de intereses, jóvenes indóciles, raterías o
borracheras, y todo un enjambre de pequeños desórdenes de conducta. La lettre
de cachet que se otorgaba, como si se tratase de la voluntad expresa y
particular del rey, para encerrar a alguno de sus sujetos, al margen de las
vías de la justicia ordinaria, no era en realidad más que la respuesta a esa
demanda procedente de la base. Sin embargo no se concedía a quien la solicitaba
de pleno derecho si no estaba precedida por una encuesta destinada a juzgar el
fundamento de la demanda; en esa encuesta se debía establecer si esos excesos o
borracheras, si esa violencia y ese libertinaje, merecían ser combatidos
mediante el internamiento y bajo qué condiciones, y por cuánto tiempo: tarea
policial en suma que implicaba recoger testimonios, delaciones y todo ese
dudoso murmullo que rodea, como una espesa niebla, a cada uno.
El
sistema de la lettre de cachet-encierro no fue más que un episodio bastante
breve: duró poco más de un siglo y estaba localizado en Francia, pero no por
eso deja de ser importante en la historia de los mecanismos del poder. No sirve
tanto para asegurar la irrupción espontánea de la arbitrariedad real en el
ámbito más cotidiano de la vida como para asegurar la distribución de todo un
juego de demandas y de respuestas siguiendo complejos circuitos. ¿Abuso de
absolutismo? Posiblemente, pero no en el sentido de que el monarca abusase pura
y simplemente de su propio poder, sino en el sentido de que cada uno puede utilizar
en beneficio propio, para conseguir los propios fines y contra los demás, la
enormidad del poder absoluto: una especie de disponibilidad de los mecanismos
de soberanía, una posibilidad, proporcionada a cualquiera que fuese lo
suficientemente listo para utilizarla, de desviar en beneficio propio los
efectos de la soberanía. De aquí se derivan una serie de consecuencias: la
soberanía política se injerta en el nivel más elemental del cuerpo social;
entre sujeto y sujeto -y muchas veces se trata de los más humildes-, entre los
miembros de una familia, en las relaciones de vecindad, de interés, de oficio,
de rivalidad, de amor y de odio, uno se puede servir, además de las armas
habituales de la autoridad y de la obediencia, de los recursos de un poder
político que adopta la forma del absolutismo; cada uno, si sabe jugar bien el
juego, puede convertirse para otro en un monarca terrible y sin ley: homo
homini rex; toda una cadena política se amalgama con la trama de lo cotidiano.
Pero es necesario apropiarse al menos por un instante de ese poder,
canalizarlo, poseerlo y dirigirlo hacia donde uno quiere; es necesario, para
utilizarlo en provecho propio, "seducirlo"; el poder se convierte a
la vez en objeto de codicia y en objeto de seducción; es por tanto algo deseable
y ello en la medida misma en que es absolutamente temible. La intervención de
un poder político sin límites en las relaciones cotidianas se convierte así no
sólo en algo aceptable y familiar sino también en algo profundamente deseado,
no sin transformarse por este mismo hecho en el tema de un temor generalizado.
No hay por qué extrañarse de esta deriva que poco a poco ha abierto las
relaciones de pertenencia o de dependencia ligadas tradicionalmente con la
familia hacia los controles administrativos políticos. Tampoco hay por qué
extrañarse de que el poder desmesurado del rey, que funcionaba de este modo en
medio de las pasiones, de los odios, de las miserias y las felonías, haya
podido llegar a ser, pese, o quizá mejor a causa de su utilidad misma, objeto
de abominación. Aquellos que utilizaban las lettres de cachet, y el rey que las
concedía, quedaban aprisionados en la trampa de la complicidad: los primeros
perdieron cada vez más su poder tradicional en beneficio de un poder
administrativo, mientras que el rey, al verse implicado todos los días en
tantos odios e intrigas, llegó a ser él mismo también odiable. Como decía el
Duque de Chaulier en las Memoires de deux jeunes mariés, la Revolución
Francesa, al cortar la cabeza del rey, ha decapitado a todos los padres.
De
todo esto me gustaría retener por el instante lo siguiente: a través de este
dispositivo de demandas, de lettres de cachet, de internamientos, de policía,
van a nacer una infinidad de discursos que atraviesan en todos los sentidos lo
cotidiano y gestionan, de un modo absolutamente diferente al de la confesión,
el mal minúsculo de las vidas sin importancia. En las redes del poder,
siguiendo circuitos bastante complejos, quedan atrapadas las disputas de
vecindad, las querellas entre padres e hijos, las discordias familiares, los
abusos del vino y el sexo, los desórdenes públicos y tantas otras pasiones
secretas. Bulle en todo esto algo así como un inmenso y omnipotente afán por
convertir en discurso todas estas agitaciones y cada uno de estos pequeños
sufrimientos. Comienza a elevarse un murmullo que ya no cesará, un murmullo en
el que las variaciones individuales de la conducta, las vergüenzas y los
secretos se ofrecen mediante el discurso a la incardinación del poder. Lo menor
deja de pertenecer al silencio, al rumor que circula o a la confesión fugitiva.
Todas estas cosas que constituyen lo ordinario, el detalle sin importancia, la
oscuridad, las jornadas sin gloria, la vida común pueden y deben ser dichas, o
mejor escritas. Se convierten así en descriptibles y transcriptibles en la
medida misma en que están atravesadas por los mecanismos del poder político.
Durante largo tiempo sólo habían merecido ser dichos sin burla los gestos de
los grandes; sólo la sangre, el nacimiento y las hazañas tenían derecho a la
historia. Y si a veces sucedía que los más humildes participaban en cierto modo
de la gloria se debía a algún hecho extraordinario, a la manifestación patente
de la santidad o a la espectacularidad de un crimen. El hecho de que en el orden
monótono de lo cotidiano pudiese existir un secreto a descubrir o que lo
inesencial pudiese ser en cierto modo importante, esto no aconteció hasta que
la blanca mirada del poder se posó sobre estas minúsculas turbulencias.
Nacimiento
pues de una inmensa posibilidad de discursos. Un determinado saber sobre la
vida cotidiana encuentra así al menos una parte importante de su razón de
existir y con él se proyecta en Occidente sobre nuestros gestos, sobre nuestras
maneras de ser y de actuar, un nuevo registro de inteligibilidad. Pero para que
esto sucediese fue precisa la omnipresencia a la vez real y virtual del
monarca; fue preciso imaginarlo bastante cercano a todas estas miserias,
bastante atento al menor de estos desórdenes para poder solicitar su intervención;
fue preciso que él mismo apareciese dotado de una especie de ubicuidad física.
Este discurso de lo cotidiano, en su forma primigenia, estaba totalmente
vertido hacia el rey; se dirigía a él, se filtraba en los grandes rituales
ceremoniosos del poder y debía adoptar su forma y revestir sus signos. Lo banal
no podía ser dicho, escrito, descrito, observado, organizado y valorado más que
en una relación de poder que estaba obsesionada por la figura del rey, por su
poder real y por el fantasma de su poderío. De aquí la forma singular de este
discurso que exigía un lenguaje decorativo, imprecatorio o suplicante. Cada una
de estas pequeñas historias de todos los días debía ser dicha con el énfasis de
los sucesos poco frecuentes, dignos de atraer la atención de los monarcas; la
alta retórica debía revestir estas naderías. Ni la aburrida administración
policial ni los historiales de medicina o psiquiatría lograron nunca más tarde
conseguir parecidos efectos de lenguaje: a veces nos encontramos con un
suntuoso monumento verbal para contar una oscura villanía o una intriga sin
importancia, otras algunas frases breves que fulminaban a un miserable y lo
arrojaban a las tinieblas, y en otras el largo recital de las desgracias era
presentado adoptando la figura de la súplica o de la humillación. El discurso
político de la banalidad no podía ser más que solemne.
Se
produce sin embargo en estos textos otro efecto de discurso. En ocasiones
quienes hacían las solicitudes de internamiento eran gentes de baja condición,
analfabetas o escasamente alfabetizadas; estas gentes, sirviéndose de sus
escasos conocimientos, o en su nombre un escribano más o menos hábil, componían
como podían las fórmulas o giros lingüísticos que consideraban eran los
requeridos para dirigirse a un rey o a personas de alto rango y las mezclaban
con términos torpes y violentos, con expresiones zafias con las que sin duda
creían poder proporcionar a sus súplicas mayor fuerza y verosimilitud; así pues
entre frases solemnes y desquiciadas, al lado de términos anfibológicos brotan
expresiones rudas, torpes, malsonantes; con el lenguaje obligatorio y ritual se
entrelazan las impaciencias, las cóleras, la rabia, las pasiones, los rencores,
las revueltas. Una vibración e intensidades salvajes conmueven las reglas de
ese discurso afectado y salen a la luz con sus propias expresiones habituales.
Por ejemplo, así habla la esposa de Nicolás Bienfait: "Se toma la libertad
de comunicar con la mayor humildad a Monseñor que el mencionado Nicolás
Bienfait, cochero de oficio, es un hombre muy disoluto que la mata a golpes, y
que vende todo y que ha dejado morir a sus dos mujeres, a la primera le mató a
su hijo estando encinta y a la segunda, tras haberle vendido y comido todo, la
hizo morir lentamente con sus malos tratos, y llegó hasta quererla estrangular
la víspera de su muerte. A la tercera le quiere comer el corazón asado a la
parrilla, sin mencionar otras muertes que él ha cometido; Monseñor, me arrojo a
los pies de Vuestra Gran Ilustrísima para implorar su misericordia. Y espero de
su suma largueza que me hará justicia pues mi vida corre peligro en todo
momento y yo no dejaré de rezar al Señor por la conservación de Su
Ilustrísima...".
Los
documentos que he recogido aquí son homogéneos e incluso corro el riesgo de que
puedan llegar a parecer monótonos; sin embargo, todos funcionan de forma
dispersa: disparidad entre las cosas que cuentan y el modo de decirlas;
disparidad entre quienes se lamentan y suplican y quienes poseen sobre ellos
todo poder; disparidad entre el orden minúsculo de los problemas suscitados y
la enormidad del poder que se pone en funcionamiento; disparidad, en fin, entre
los lenguajes ceremoniales, los rituales del poder y los de las pasiones e
impotencias. Nos encontramos ante textos próximos a la literatura de Racine,
Bossuet o Crébillon; sin embargo arrastran consigo toda una turbulencia
popular, toda una miseria y una violencia, toda una "bajeza" que
ninguna literatura de esta época hubiera podido asumir. En ellos hablan
pordioseros, pobres gentes o simplemente sujetos mediocres que actúan desde la
tarima de un extraño teatro en el que adoptan posturas, lanzan gritos o
expresiones grandilocuentes y en donde se revisten de los jirones de ropajes
que les son necesarios si quieren que se les preste atención desde la escena
del poder. Recuerdan en ocasiones a una pobre compañía de cómicos que se
disfrazan como pueden de oropeles que fueron un día suntuosos para representar
ante un público de ricos que se reirá de ellos. La diferencia estriba en que
representan su propia vida y ante personajes poderosos que pueden decidir sobre
ella. Son personajes de Céline que quieren actuar en Versalles.
Llegará
un día en que todo este disparate habrá desaparecido. El poder que se ejercerá
en la vida cotidiana ya no será el de un monarca a la vez próximo y lejano,
omnipotente y caprichoso, fuente de toda justicia y objeto de cualquier
seducción, a la vez principio político y poderío mágico; entonces el poder estará constituido por una espesa red diferenciada,
continua, en la que se entrelacen las diversas instituciones de la justicia, de
la policía, de la medicina, de la psiquiatría. El discurso que se formará
entonces ya no poseerá la vieja teatralidad artificial y torpe, sino que se
desplegará mediante un lenguaje que pretenderá ser el de la observación y el de
la neutralidad. Lo banal será analizado siguiendo el código, al tiempo gris y
eficaz, de la administración, del periodismo y de la ciencia, salvo que se
pretendan buscar sus esplendores un poco más lejos en la literatura. Los
siglos XVII y XVIII constituyeron todavía esa edad rugosa y bárbara en la que
todas estas mediaciones no existían. El cuerpo de los miserables se enfrenta
casi directamente al del rey, y las agitaciones de unos a las ceremonias del
otro; no existe tampoco entonces un lenguaje común, pero sí un choque entre los
gritos y los rituales, entre los desórdenes que deben ser verbalizados y el
rigor de las formas que es preciso seguir. Por
eso, nosotros, que contemplamos desde lejos esta primera eclosión de lo
cotidiano formando parte de un código político, percibimos esas extrañas
fulguraciones como algo que chirría y que posee una gran intensidad que se
perderá más tarde cuando esas cosas y esos hombres pasen a convertirse en
"asuntos", sucesos, casos.
Momento importante ése en el que una
sociedad ha prestado palabras, giros y frases, rituales de lenguaje, a la masa
anónima de las gentes para que pudiesen hablar de sí mismas, y hablar
públicamente respetando la triple condición de que ese discurso fuese dirigido
y circulase en el interior de un dispositivo de poder preestablecido, que
hiciese aparecer el fondo hasta entonces apenas perceptible de las vidas y que,
a partir de esta guerra ínfima de pasiones y de intereses, proporcionase al
poder la posibilidad de una intervención soberana.
La oreja de Dios era una pequeña máquina muy elemental si la comparamos con
ésta. Qué fácil sería sin duda desmantelar el poder si éste se ocupase
simplemente de vigilar, espiar, sorprender, prohibir y castigar; pero no es simplemente
un ojo ni una oreja: incita, suscita, produce, obliga a actuar y a hablar.
Estos
engranajes han sido sin duda importantes para la constitución de nuevos saberes
y tampoco han sido ajenos a todo un nuevo planteamiento de la literatura. Con
esto no quiero decir que la lettre de cachet haya dado origen a formas
literarias inéditas sino que en el momento de tránsito del siglo XVII al XVIII
las relaciones del discurso, el poder, la vida cotidiana y la verdad se
encontraron entrelazadas de un modo nuevo en el que la literatura estaba
también comprometida.
La
fábula, en el sentido estricto del término, es lo que merece ser dicho. Durante
mucho tiempo, en la sociedad occidental, la vida de todos los días no ha podido
acceder al discurso más que atravesada y transfigurada por lo fabuloso; era
necesario que saliese de sí misma mediante el heroísmo, las proezas, las
aventuras, la providencia y la gracia, o, eventualmente, el crimen; era preciso
que estuviese marcada de un toque de imposibilidad. Únicamente entonces esa
vida se convertía en algo decible; lo que la colocaba en una situación
inaccesible le permitía al mismo tiempo funcionar como lección y ejemplo.
Cuanto más se salía de lo ordinario la narración mayor fuerza cobraba para
hechizar o persuadir. En este juego de lo "fabuloso-ejemplar" la
indiferencia a lo verdadero y a lo falso era por tanto fundamental. Y si en
ocasiones se emprendía la tarea de dejar traslucir en sí misma la mediocridad
de lo real, se trataba únicamente de un recurso para provocar un efecto cómico:
el simple hecho de hablar de ello movía a risa.
Desde
el siglo XVII Occidente vio nacer toda una "fábula" de la vida oscura
en la que lo fabuloso había sido proscrito. Lo imposible o lo irrisorio dejaron
de ser la condición necesaria para narrar lo ordinario. Nace así un arte del
lenguaje cuya tarea ya no consiste en cánticos a lo improbable sino en hacer
aflorar lo que permanecía oculto, lo que no podía o no debía salir a la luz, o,
en otros términos, los grados más bajos y más persistentes de lo real. En el
momento en el que se pone en funcionamiento un dispositivo para obligar a decir
lo "ínfimo", lo que no se dice, lo que no merece ninguna gloria, y
por tanto lo "infame", se crea un nuevo imperativo que va a constituir
lo que podría denominarse la ética inmanente del discurso literario de
Occidente: sus funciones ceremoniales se borrarán progresivamente; ya no tendrá
por objeto manifestar de forma sensible el fulgor demasiado visible de la
fuerza, de la gracia, del heroísmo, del poder, sino ir a buscar lo que es más
difícil de captar, lo más oculto, lo que cuesta más trabajo decir y mostrar, en
último término lo más prohibido y lo más escandaloso. Una especie de
exhortación, destinada a hacer salir la parte más nocturna y la más cotidiana
de la existencia, va a trazar -aunque se descubran así en ocasiones las figuras
solemnes del destino- la línea de evolución de la literatura desde el siglo
XVII, desde que ésta comenzó a ser literatura en el sentido moderno del
término. Más que una forma especifica, más que una relación esencial a la
forma, es esta imposición, iba a decir esta moral, lo que la caracteriza y la
conduce hasta nosotros en su inmenso movimiento, la obligación de decir los más
comunes secretos. La literatura no absorbe sólo para sí esta gran política,
esta gran ética discursiva: ni tampoco se reduce a ella enteramente, pero
encuentra en ella su lugar y sus condiciones de existencia.
De
aquí la doble relación que la literatura tiene con la verdad y con el poder.
Mientras que lo fabuloso no puede funcionar más que en una indecisión entre lo
verdadero y lo falso, la literatura se instaura en una decisión de no verdad:
se ofrece explícitamente como artificio, pero comprometiéndose a producir
efectos de verdad que son como tales perceptibles. La importancia que en la
época clásica se ha concedido a lo natural y a la imitación constituye sin duda
una de las primeras formas de formular este funcionamiento "de
verdad" de la literatura. La ficción ha reemplazado desde entonces a lo
fabuloso; la novela se liberó de lo fantástico y no se desarrollará más que
liberándose totalmente de sus ataduras. La literatura forma parte, por tanto,
de este gran sistema de coacción que en Occidente ha obligado a lo cotidiano a
pasar al orden del discurso, pero la literatura ocupa en él un lugar especial:
consagrada a buscar lo cotidiano más allá de sí mismo, a traspasar los límites,
a descubrir de forma brutal o insidiosa los secretos, a desplazar las reglas y
los códigos, a hacer decir lo inconfesable, tendrá por tanto que colocarse ella
misma fuera de la ley, o al menos hacer recaer sobre ella la carga del
escándalo, de la trasgresión, o de la revuelta. Más que cualquier otra forma de
lenguaje la literatura sigue siendo el discurso de la "infamia", a
ella le corresponde decir lo más indecible, lo peor, lo más secreto, lo más
intolerable, lo desvergonzado. La fascinación que ejercen entre sí desde hace
años el psicoanálisis y la literatura es significativa, pero es preciso no
olvidar que esta posición singular de la literatura no es más que el efecto de
un dispositivo de poder determinado que atraviesa en Occidente la economía de
los discursos y las estrategias de lo verdadero. Decía al comenzar que estos
textos quería que fuesen leídos como "avisos" y quizá sea demasiado
decir, ya que ninguno valdrá tanto como el menor relato de Chejov, Maupassant o
James. No son ni casi-literatura, ni subliteratura, ni tan siquiera son el
esbozo de un género; son fruto del desorden, el ruido, la pena, el trabajo del
poder sobre las vidas y el discurso que verbaliza todo esto. Manon Lescaut
narra historias como las que siguen a continuación.
Fallo Roque A. Ruiz s/ hurtos reiterados (Doctrina del fruto del árbol envenenado - Regla de exclusión)
FALLO ROQUE A. RUIZ S/ HURTOS REITERADOS
Situación actual del Penal de Olmos:
-http://www.eldia.com/policiales/desplazaron-a-toda-la-cupula-del-penal-de-olmos-por-el-asesinato-de-un-preso-162810
Roque Arturo Ruiz Seppi tenía 16 años en 1978 cuando fue
detenido por primera vez tras robar un auto mereciendo una condena de dos años
y medio. Según sus declaraciones oficiaba de vendedor ambulante y simulaba ser recolector de basura para cobrar propinas a la vez que realizaba changas para subsistir.
Corría el año 1983, Roque se reencontraba con su libertad, mientras
Argentina se conmovía en los estertores de la dictadura y se encaminaba hacia
la democracia. Tardaría muy poco tiempo para que Roque cayera nuevamente en el
mal (¿necesario?) del delito.
Tal es así que tras dos meses de libertad condicional, junto con Miguel y Acevedo robarían tres taxis quedándose con uno de estos para cometer atracos en dos panaderías y una farmacia. En el robo a la panadería Acevedo disparó al panadero que resultó herido, luego habría un tiroteo en la farmacia concluyendo con la vida de Acevedo y el escape de Miguel. Mientras que Roque pagaría su parte en la comisaría de Monte Grande.
Tal es así que tras dos meses de libertad condicional, junto con Miguel y Acevedo robarían tres taxis quedándose con uno de estos para cometer atracos en dos panaderías y una farmacia. En el robo a la panadería Acevedo disparó al panadero que resultó herido, luego habría un tiroteo en la farmacia concluyendo con la vida de Acevedo y el escape de Miguel. Mientras que Roque pagaría su parte en la comisaría de Monte Grande.
Allí lo torturarían para poder encontrar pruebas y sindicarlo
como uno de los autores del delito. Por ello la Corte Suprema de Justicia de la Nación por un lado dejaría firme
la condena a Roque por el robo, pero por la tortura la vía investigativa que
llevaba hasta el robo a uno de los taxistas se cancelaría.
Ya era 1987 cuando este fallo de la Corte llega, Roque había
conocido a quien sería el último gran amor de su vida y la madre de su
consecuencia en el mundo, su hija Nadia que nacería en diciembre.
Incendio en el Penal
Era la primera semana de mayo de 1990, la Plaza de Mayo
estaba dividida en dos. Los que apoyaban fervientemente la asunción de Carlos
Saúl Menem y la asunción de una Nueva Izquierda que parecía ir a contramano del
dictat global del capital, la oleada neoliberal y la derrota del campo
socialista tras la caída de la URSS. En el escenario se encontraban Luis Zamora
del MAS, Echegaray del Partido Comunista y Jorge Altamira del Partido Obrero,
entre otros.
Dos semanas antes Menem había visitado el Penal de Olmos
para inaugurar una nueva ala. Ese Penal había sido testigo de una batalla campal
(cuerpo a cuerpo con infantería) para desterrar a los "Pitufos" una
banda de delincuentes organizados que controlaba el tráfico de drogas y alcohol.
En el año de esta historia el penal contaba con aproximadamente una población
de 3000 detenidos, cuando las condiciones estaban dadas para 1000. Y allí
pasaba sus días Roque.
Roque se encontraba en el quinto piso de la Unidad Penal 1 de
Lisandro Olmos, dentro del Pabellón Séptimo o Pabellón VIP. Sus dimensiones eran de cincuenta metros de largo por
tres y medio de ancho con una sola puerta de salida. Los 44 reos que lo
acompañaban formaban parte del Plan Extramuros Olmos propiciado por Ana Goitia
de Cafiero (esposa del gobernador). Eran encargados de remodelar el Penal y estaban
allí por buena conducta. Sin embargo según familiares y otros testimonios
existía un sistema de venta de pabellones, es decir mediante el pago de una suma
de dinero al personal se conseguía el pase a pabellones de gente “buena” o de
“confianza entre sí”. Si se enviaba a algún interno no “conocido de ellos” se
debía pelear a trompadas por sus derechos ya que de lo contrario se era subordinado
a “homosexual” y se tenía que cocinar, barrer y lavarle la ropa al resto, así como acceder
a cualquier pedido de tipo sexual.
Todo sucedía bajo la atenta mirada de Julio Barroso, un
siniestro personaje cómplice de los sucesos de La Cacha bajo la dictadura
militar y director del presidio.
Un sábado por la noche Roque miraba la sucia pared
espantando fantasmas, tomándose la sien entre las manos, quizás pensando en sus
vidas pasadas y las muchas tantas que vendrían, nada parecía escaparle a este
ser formateado socialmente para el crimen. A su alrededor sonaban alaridos de
alegría, un clima festivo y afable, entre bebidas espirituosas como el
“pajarito”, bebida autóctona de Olmos que consiste en hervir en alcohol cascaras de
fruta maceradas.
Todo parecía estar en paz y en calma cuando comenzó una
pelea entre Fabián y Roberto, cada uno intentando hacer prevalecer su fuerza y
hegemonía, como parte de un juego en el cual lo único que no faltaba era
testosterona.
El guardia cárcel Candía se atrevió a abrir la mirilla
cansado de los gritos insufribles de vitoreo de los beodos y de sufrimiento por
la paliza que se estaba comiendo Roberto. “¡Basta Carajo, que los cago a
trompadas!” dijo desde fuera del recinto sin percatarse de la escasa distancia
que lo separaba de Fabián que le propinó un golpe demostrando su “valentía”.
Junto con otros cabecillas se comenzó a armar una fogata
tirando combustible del calentador sobre los colchones, creando una suerte de
muro de fuego artificial para impedir la entrada de los guardias al pabellón y
la eventual represión que se desataría sobre ellos por lo atrevido del acto de
Fabián.
Los colchones eran parte de una compra de la semana
anterior, 1400 unidades de colchones de goma espuma. Así comenzó a expandirse un
incendio tipo “blaze”, es decir aquellos que se producen cuando las llamas se
expanden velozmente con dos condicionantes: alta temperatura y sustancias
altamente volátiles. Los colchones altamente inflamables de poliuterano
producen humos venenosos, despidiendo un gas tóxico que acabaría esa noche con
la vida de 35 de los reos que se encontraban en ese habitáculo. A diferencia de
lo que sucede en otros países los colchones no estaban rociados con
“retardadores” para que sean menos inflamables y que de esa manera sea más
difícil prenderlos fuego (esto salva vidas, vg: protesta de presos o cuando se
quema un avión).
En el piso no se encontraban mangueras de incendio, ni
extintores u otros elementos para combatir el fuego por lo que el interno
Montouto se dirigió a la escalera para traer mangueras. Allí tomo las mangueras
ascendió al quinto piso por la misma escalera y al querer colocarlas en las
bocas de incendio se encontró con que las roscas eran hembras en ambos lados,
una vez cambiadas las roscas y conseguido conectarlas se encontró con que no
estaban las manivelas para abrir los grifos, solucionado esto no había picos o
lanzas para las mismas. Debido a que las mangueras si bien tiraban agua no
servían de nada se recurrió a tachos y baldes.
En esa suerte de cámara de gas se destacó la lucidez de uno
de los guardias, dos médicos presos y la solidaridad del pabellón contiguo para
salvar la mayor cantidad de vidas posibles. Ambos médicos serían absueltos por su ayuda en la evacuación y tratamiento, uno de ellos estaba
condenado por haber asesinado a tiros a su mujer frente a la atónita mirada de
sus pequeños hijos.
El saldo final sería de 35 reclusos muertos y una decena de
sobrevivientes que se habrían salvado arrojándose al suelo frente a la columna
de humo tóxico.
La goma espuma negruzca se adhería a la piel como señal de
la muerte que se cernía sobre aquellos cuerpos lacerados por el fuego. Uno de los guardias, en crisis de angustia,
dijo: “Nunca podré olvidar los alaridos de los hombres que se estaban quemando
vivos” (El Día, 6 de mayo de 90). En esos días un interno saldría por las
cámaras de A.T.C señalando –ante la atenta mirada de los telespectadores- al
verdadero culpable de esa fatídica jornada: el servicio penitenciario por las
falencias del personal y la corrupción evidente. El hombre que se atrevió a
denunciar la corruptela, no cejó en su intento y continuó cantando sus
verdades, sufriendo vejaciones y ofrecimientos de las autoridades incluyendo
una reunión en el despacho del propio Julio Barroso. Su vida sería segada por
un matarife en la cárcel de Devoto con heridas de arma blanca en 1993, tras
estar en el ojo de la tormenta por unos años. Su nombre era Oscar Díaz Bonora.
El juez que instruía la causa era el doctor Raúl Madina que
en principio señaló que encajaría en la figura de homicidio intencional seguido
de muerte, también se imputó al titular de la cárcel Julio Barroso y se lo
procesó por haber permitido el uso de los colchones de goma espuma. “Después de un tiempo de iniciado el sumario, el magistrado
enfermó y se acogió a los beneficios jubilatorios. Madina habría sido objetos
entonces de macabras presiones, que habrían sido el motivo real de su
alejamiento”, según consigna LA NACIÓN de 1996.
Los familiares de tres de las víctimas
reclamaron una indemnización al Estado y en octubre de 1995 la Corte Suprema de
Justicia de la Nación se las concedió en el Fallo Badin, la mujer e hija de
Roque incluidas.
Fuentes:
-Fallo Roque. http://www.planetaius.com.ar/fallos/jurisprudencia-r/caso-Ruiz-Roque-A-s-hurtos-Reiterados.htm
-Notas de Clarín y La Nación, más portales varios.
Situación actual del Penal de Olmos:
-http://www.eldia.com/policiales/desplazaron-a-toda-la-cupula-del-penal-de-olmos-por-el-asesinato-de-un-preso-162810
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